En una casa silenciosa, donde el tiempo caminaba despacio, los geranios se asomaban por el balcón y las orquídeas soñaban despiertas, vivía Benito: un gato de pelo naranja, suave como la luz del atardecer.
Benito no era un gato común. Dormía, sí. Mucho. Pero entre siesta y siesta, soñaba con colores.
Y al despertar… los pintaba.
Tenía un rincón lleno de pinturas. Los botes estaban desordenados, pero él sabía exactamente dónde estaba cada color.
El amarillo limón que zumbaba como abeja feliz.
El azul noche que olía a estrella.
El verde bosque que crujía como las hojas secas en otoño.
Benito no pintaba con las patas. Pintaba con el alma. Tocaba los colores, los olía, los escuchaba. Y luego, con movimientos suaves, hacía que aparecieran en los lienzos como si fueran música.
Un día, una presencia distinta llegó a la casa. Un niño de mirada inmensa y oscura como el cacao. Se llamaba Lucas. No podía ver, era ciego de nacimiento, pero todo en él parecía mirar más profundamente que nadie.
Lucas no conocía los colores. Nunca los había visto. Pero decía que soñaba con ellos. Decía que el rojo debía sentirse como un abrazo apretado. Que el azul quizá era una caricia que calma. Y que el naranja… tal vez se parecía a una risa bajo el sol.
Cuando conoció a Benito, se acercó sin miedo. Y Benito, gato tranquilo, bondadoso y dormilón, con su elegancia felina, lo olió, le dio un leve golpecito con la cabeza…
Y supo: este niño también veía con el corazón.
Desde aquel día, Benito pintaba distinto. Pintaba no para que lo vieran… sino para que lo sintieran.
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